sábado, 14 de agosto de 2010

HISTORIA CIUDAD DE SANTIAGO


Reseña Histórica


La ciudad de Santiago, fundada el 12 de Febrero de 1541. Más de 350 de estos son historia que transcurre dentro del territorio de esta comuna; y los últimos 95 han sido básicamente expansión residencial, referida funcionalmente a su centro. La historia de la comuna es la historia de la ciudad.

La ciudad funcional del siglo XVI ya define geográficamente lo que es hasta hoy el corazón mismo de la metrópolis y del país; se sitúa a los pies de cerro Santa Lucía entre definidos límites naturales, Río Mapocho y Cañada, con su centro político, administrativo y social en la Plaza de Armas. Este núcleo crece ordenadamente hacia el poniente, en un esquema que satisface sus necesidades por tres siglos.

La Constitución de la República de 1810, al designar a Santiago como su Capital y centro de funciones políticas y administrativas -junto con su apogeo económico- lo someten a un proceso de rápido crecimiento que desborda sus límites de Río, Cerro y Cañada. Estos dejan de ser "límites de Ciudad" para constituirse en "Bordes de Centro", definiendo por primera vez una periferia preferentemente residencial, y un centro de creciente densidad y complejidad funcional.

Su núcleo concentra, cada vez más intensamente, los poderes administrativos, políticos, culturales y de transporte. Con la construcción de importantes nodos complementarios: Biblioteca Nacional, Museo de Bellas Artes , Congreso, Estación Mapocho, se amplía su territorio más allá de la Plaza de Armas.

Avanzando en el siglo, se crean grandes complejos recreativos en los bordes, los cuales afirman una centralidad para el territorio total de la ciudad, noción que define hasta hoy la naturaleza de la comuna de Santiago. Esta ciudad ilustrada de fines de siglo, cada vez más compleja y socialmente diversa, tenía 250 mil habitantes.

La ciudad de siglo XX de caracteriza por un enorme aumento poblacional, el cual junto con el desarrollo del transporte y la industrialización, acusan un crecimiento sin precedentes en la ciudad de Santiago. En este siglo la ciudad salta lo límites creados por el ferrocarril y los grandes parques, pero sin integrarlos como elementos mediadores, marcando así una discontinuidad entre la nueva periferia y la ciudad del siglo XIX.

La comuna de Santiago y esta nueva periferia constituyen aún una unidad, que refuerza el rol central de la comuna y del centro: se vive en la periferia, pero se trabaja, se toman decisiones, se negocia, se estudia, se compra y se recrea en el centro.

En el núcleo central se multiplica la actividad comercial, de negocios, de servicios y de equipamiento para servir a la creciente población. Las vías de transporte que conectan la comuna y periferia se desarrollan como corredores comerciales y de servicios que definen el carácter mixto de sus barrios.

En las últimas décadas se afirma, además, un proceso de progresiva estratificación: un "centro" de máxima concentración de actividad, en contraposición al proceso de deterioro de barrios que asumen, paulatinamente, usos de soporte y servicios a las actividades del centro mismo.

450 Años y hacia el Siglo XXI


Desde que el 12 de febrero de 1541 el extremeño Pedro de Valdivia resolviera fundar esta población en un estratégico punto del valle del Mapocho, Santiago ha ejercido un liderazgo nacional prominente. Su importancia estratégica, al decir del historiador urbano Armando de Ramón, no fue puesta en duda por los conquistadores ni por los indígenas. Por ejemplo, cuando a principios de 1554 se conoció el alzamiento de los naturales y la muerte de Valdivia, los regidores santiaguinos pidieron al capitán Rodrigo de Quiroga, a la sazón teniente gobernador de la ciudad, que no sacara las tropas de Santiago, porque desde dicha ciudad “... se podía volver a restaurar todo... por ser (ella) como es, de adonde se ha conquistado, (...) poblado y sustentado hasta ahora todo este Reino”.

Por su parte, los indígenas rebelados también percibieron la misma situación. En 1556, mientras avanzaba con sus hombres hacia Santiago, el caudillo Lautaro habría expresado a sus guerreros lo siguiente: “ Hermanos, sabed que a lo que vamos es a cortar de raíz donde nacen estos cristianos para que no nazcan más...”.

Dos siglos más tarde nuevas circunstancias consolidaron esta tendencia, siendo una de ellas el itinerario bélico que condujo a la independencia política de Chile. En la zona que se extiende desde la ciudad de Talca hacia el sur, especialmente en Concepción y en la frontera del río Bío-Bío, la guerra asumió la forma de una larga y demoledora campaña de guerrillas. Este conflicto ocasionó una destrucción masiva que se hizo sentir hasta fines del año 1824 en un proceso que fue llamado, por su extrema virulencia, la “Guerra a Muerte”. Inversamente, Santiago y las provincias centrales permanecieron ajenas a esa desgastadora conflagración.

Cuando todavía no había terminado de repararse este daño, sobrevino en el verano de 1835 un violento terremoto y maremoto, bautizado con el expresivo nombre de “La Ruina”, que destruyó completamente las ciudades de Los Angeles, Concepción, Chillan, Talca y otras menores. Considerando esto y recordando que ni hacia el norte ni el sur del país había otros asentamientos en condiciones de competir con Santiago, debe concluirse que hacia 1840 sólo quedaban la capital y el puerto de Valparaíso como centros urbanos capaces de tomar el liderazgo del país.

Con todo, el predominio capitalino no fue homogéneo. Hacia mediados del siglo XIX, y desde antes, Concepción venía amagando ese monopolio, provocando conflictos de no poca magnitud. Pese a la existencia de tales turbulencias, resueltas por intermedio de las armas y finalmente adversas a los intereses de la ciudad sureña, la segunda mitad del siglo fue el marco adecuado para el desarrollo de una creciente primacía santiaguina en abierta complementariedad con Valparaíso.

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Fuente: "Santiago Plaza Capital"

Autor: Gonzalo Cáceres Quiero




Santiago: de Aldea a Ciudad

Hubo una primera ciudad de Santiago levantada lenta y penosamente entre 1550 y 1647. Tal fue la ciudad barroca o la ciudad deleitosa a que se refería aquel contemporáneo que en carta al Virrey del Perú, fechada en 1571, intentaba explicar por qué un socorro de soldados se enredaba en ella en lugar de partir para el escenario de la guerra. Era también una ciudad convertida en “albergue de holgazanes y baldíos”, donde “el vicio a sus anchuras mora”, como lo dice en 1596 el poeta Pedro de Oña. Pero era, sobre todo, la ciudad de las residencias con “espaciosas salas blanqueadas”, según afirmaba el cronista González de Nájera en 1614, o aquélla con muchos “edificios de casas altas de vecino”, “todo muy bien enmaderado y de mucho valor”, según estipulaban los inventarios notariales.

En vista de que Santiago quedó arrasada por el terremoto magno de 1647, los residentes, al refundarla, se esmeraron en reconstruir una urbe más sólida que la precedente. A partir de ese momento se alzaron contundentes edificaciones de un piso que, rodeadas por calles cuadriculadas, suministraban una silueta residencial característica, apenas interrumpida por las fachadas de las iglesias y la elevación de algunos campanarios.

Pese a la ocurrencia de un nuevo gran sismo en 1730, Santiago (que en 1779 contaba aproximadamente con treinta mil habitantes) exhibió signos de adelantos en los años finales del siglo XVIII. Contribuyeron a ello la nueva prosperidad del trigo, por una parte, y, por otra, la llegada de ingenieros y arquitectos españoles y extranjeros que realizaron la primera gran remodelación que conoció la capital. Animados por la mejoras urbanas introducidas bajo la gobernación de Ambrosio O'Higgins, construyeron conjuntos más sólidos y seguros, como la casa del Conde de la Conquista o el edificio de la Real Audiencia, mientras que obras de infraestructura vial, entre las que destacan la inauguración del camino carretero Santiago- Valparaíso y la del Canal San Carlos; elevaron la categoría de la ciudad, proporcionándole una elegancia sobria donde predominaba el estilo arquitectónico neoclásico.

Santiago creció significativamente en las décadas siguientes a la emancipación, y a mediados del siglo XIX era ya una ciudad de unos noventa mil habitantes. Residencial y burocrática, se nutría con la acción de un Estado que se afirmaba y que expandía lentamente sus funciones, pero también con la prosperidad comercial de Valparaíso, el desarrollo minero del Norte Chico y, a fines de los años 40, con la incipiente bonanza agrícola ligada a la fiebre del oro californiana. De este modo, hacendados, comerciantes, mineros y funcionarios se congregaban en la capital, remozaban sus viviendas, refinaban sus costumbres y se abrían tímidamente a los usos e ideas europeos.

Mientras Santiago acumulaba beneficios y dificultades derivados de su liderazgo nacional, Benjamín Vicuña Mackenna, historiador, escritor, político, modernizador y viajero impenitente, era persuadido por su amigo el Presidente Federico Errázuriz de asumir la intendencia de Santiago. Convencido finalmente, Vicuña Mackenna impulsó entre 1872 y 1875 una decidida occidentalización de la trama urbana consolidada. Su programa, que buscaba transformar Santiago, incluía en lo fundamental el trazado de nuevas avenidas y la apertura de calles tapadas, la remodelación del cerro Santa Lucía, el establecimiento o la ampliación del suministro de agua potable, el arreglo de mercados y mataderos, la construcción de nuevas escuelas, la reforma y el mejoramiento del presidio de la ciudad, y el otorgamiento de ciertos beneficios a la policía urbana. Y, también, el progreso de los barrios populares.

Para descargar a los barrios centrales del exceso de tráfico y crear en el borde urbano una red de paseos interconectados, Vicuña Mackenna propuso y construyó el célebre Camino de Cintura. Otros adelantos de esta época son la instalación de los primeros teléfonos en 1880,y el alumbrado eléctrico en la Plaza de Armas y algunos edificios del Centro en 1883.

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Santiago y el Centenario

El despuntar del siglo XX encontró a Santiago jalonado por la construcción de imponentes edificaciones. Plataforma privilegiada para la ejecución de todo tipo de inversiones, durante el Centenario de la Independencia aquellas secciones centrales y consolidadas de la ciudad testimoniaron una sugerente actualización. De este modo, la edificación de la Estación Mapocho, el Palacio de Bellas Artes o el Centro Comercial Gath y Chávez, constituye la señal inequívoca de un cambio donde las reminiscencias materiales de una vida rural y acompasada comenzaban a ceder frente al ritmo febril de la gran ciudad.

Con el propósito de profundizar y ampliar el limitado progreso de la capital, un grupo de incansables visionarios difundió durante las tres primeras décadas de este siglo la necesidad de hermosear su fisonomía. Desafortunadamente, sus proyectos, de fuerte inspiración paisajística, no concitaron el consenso requerido.

Mientras, para algunos, el futuro de Santiago exigía una remodelación que no daba pábulo a dilaciones o confusiones, para otros la modernización de la ciudad sólo constituía un tópico de interés circunstancia. Privada de los estímulos necesarios, la Capital de la República vacilaba en medio de una coyuntura signada por la ausencia de un actor verdaderamente dispuesto a transformarla.

Pese a los avances logrados, hacia mediado de la década del 20, Santiago continuaba exhibiendo, a los ojos de un segmento ilustrado de sus habitantes, características propias de la vida semi rural: escasa pavimentación, edificaciones de baja altura, iluminación deficiente, inseguridad, desaseo. Por otra parte, cada año la población de la ciudad aumentaba; las calles avanzaban en todas las direcciones; tímidamente, algunos edificios les disputaban el monopolio del cielo a las construcciones religiosas; modernas tecnologías invadían la vida cotidiana de los ciudadanos, y nuevas manufacturas e industrias iniciaban sus actividades. Comenzaban los primeros signos de la gran ciudad.

Frente a una embrionaria atmósfera de cambio, donde lo tradicional se confundía con lo nuevo, finalmente se produjo la transformación largamente esperada. En este sentido, el ascenso presidencial de Carlos Ibáñez del Campo en 1927 coincidió con el inicio de una intervención urbana sistemática que modificó la realidad santiaguina en una dimensión tal que, ya es posible hablar de una verdadera transformación.

Cautivada por el deseo de concretar grandes realizaciones y amparada en una coyuntural bonanza de las arcas fiscales, Santiago conoció, desde la intendencia- alcaldía de Manuel Salas Rodríguez (1927-1928) y hasta comienzos de la década del 40, el inicio y desarrollo de un conjunto de proyectos de adelanto que desbordaron la propia Comuna de Santiago, afectando también los asentamientos inmediatamente colindantes. Aunque las iniciativas edilicias se dispersaron en diferentes ámbitos, tuvieron un lugar de privilegio -por su magnitud y su costo- la pavimentación de avenidas, calles y aceras; la rectificación y el ensanchamiento de importantes arterias, tanto en la zona céntrica como en el límite comunal; la extensión del alumbrado; la canalización del río Mapocho hacia el poniente del puente Pío IX; la mejora y formación de una serie de parques y plazas de juegos infantiles; la remodelación de la Plaza Italia y del costado oriente del cerro Santa Lucía; y la construcción del Barrio Cívico.

Escenario escogido para el despliegue de todo tipo de negocios, Santiago capturó además grandes beneficios con la vigorización del proyecto de modernización nacional, comandado por un Estado desarrollista. En su corazón -enhiesto, homogéneo, moderno-, el recién estrenado Barrio Cívico galvanizaba un incipiente proceso de verticalización. Hacia el oriente, más allá inclusive del barrio Los Leones y del Canal San Carlos, nuevas urbanizaciones consolidaban el destino residencial de esa parte de la ciudad. Atrás comenzaba a quedar la aristocrática, criolla y más que centenaria existencia de la elite en el rectángulo delimitado por las calles Santo Domingo, Cumming, Toesca y Santa Rosa. Simultáneamente, en las áreas centrales y pericentrales, las clases medias construían una cotidianeidad que tenía como signos aglutinantes animadas veredas, viviendas de inspiración casa-jardín y el infaltable y amistoso cine de barrio. Sin embargo, a menudo, no muy distante de esa tranquila existencia, la pobreza continuaba imperturbable.

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La Vida en la Ciudad

El historiador peruano Luis Alberto Sánchez, que llegaría a ser vicepresidente del Perú, vivió en Chile entre 1934 y 1945, y es quizás uno de los que mejor ha pintado el Santiago de una época que podría parecer algo insípida si nos remitimos simplemente a su historia urbana. La verdad es que los santiaguinos, cada cual a su manera, lo pasaban bien. Para Sánchez, con la primavera “estallaba la vida en los parques”. Nos habla de lugares como la Posada del Corregidor en la calle Esmeralda, o el Zepelín, “apto para gente de bronce y marfil”, en la calle Bandera.

En 1938, cuenta, Santiago era un emporio de políticos sudamericanos y de intelectuales que Chile había acogido. A ellos se sumaba la inmigración española que llegó en el barco Winnipeg durante la Guerra Civil. Eran los tiempos de brillantes intelectuales chilenos como Augusto D’Halmar, Vicente Huidobro y Pedro Prado.

Luis Alberto Sánchez recuerda las arquerías del Portal Fernández Concha, “saturado de olor a sopaipillas, castañas y almendras asadas durante el invierno y a cerveza, fruta y miel durante el estío”. Para él, la severa ciudad de don Andrés Bello se transformaba gracias a todos esos personajes en una capital alegre y vivible. Su alegría se manifestaba en una vida exuberante que tenía por escenario el viejo Santiago, “la ciudad tradicional”.

En este barrio antiguo, cuenta, se levantaba el Teatro Balmaceda, donde las alegres chicas que copiaban a la vedettes francesas “se desnudaban hasta donde se lo permitían la autoridad y el clima, ya que no había calefacción en la sala”.

La vida nocturna de Santiago se terminó en 1973 con el toque de queda declarado por el gobierno militar; para volver a comenzar sólo en 1980, una vez derogada la medida, recuperándose poco a poco hasta ser hoy día una actividad nuevamente en plena vigencia. Desde entonces, los locales céntricos de Santiago comenzaron de nuevo a llenarse y hoy, los sábados por la noche, converge en los Paseos Ahumada y Huérfanos gente que ha llegado desde los barrios de la periferia atraída por el teatro callejero y los cantantes y poetas populares, espectáculos espontáneos y naturalmente gratuitos.

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La Urbanización acelerada

Estimulada por una acentuada migración interna y externa, la extensión tentacular de la ciudad avanzó, hacia 1940, de acuerdo a dos grandes lógicas. Por una parte, Santiago conoció un proceso de urbanización convencional, ajustado a las normativas vigentes y volcado tanto a su casco histórico como a su nuevo margen oriental. Por otra parte, con características disímiles pero de manera simultánea, secciones significativas del área urbana alcanzaron una rápida ocupación protagonizada por los sectores populares. Caracterizada por su masividad, su distancia de la legalidad vigente y su paulatina presencia en las comunas ubicadas en las zonas norte, poniente y, más tarde, sur de la ciudad, la urbanización popular tuvo un arraigo difícil de estimar.

Mientras la primera opción, que implicaba el alquiler o compra de un sitio parcial o completamente regularizado, caracterizó a los grupos de ingresos medios y medios/altos, la segunda alternativa, vale decir la simple ocupación de un sitio generalmente despreciado, adquirió una importancia vital para los pobres de la ciudad.

Transcurridas las primeras décadas del presente siglo, la movilidad residencial de los sectores más pudientes aumentó paulatinamente, diversificándose sus destinos. Mientras algunos levantaron sus chalets de veraneo o residencia en las comunas de Ñuñoa o San Miguel, la mayoría prefirió Providencia y, más tarde Las Condes.

La adopción del modelo barrio- jardín por parte de los sectores de ingresos medios acentuó el reemplazo de la edificación continua por una vivienda aislada más higiénica, moderna y próxima a la naturaleza. En este sentido, el conjunto sitio- vivienda, en cuya adquisición participaban preferentemente distintas Cajas de Previsión, ofrecía un abanico de posibilidades hasta entonces desconocidas para los potenciales usuarios.

Los barrios de la zona oriente constituían un ambiente pulcro y conectado al ombligo de la ciudad, en tanto que en los suburbios del sur; del poniente y del norte primaba una periferia de baja densidad, carente de recursos. La ocupación del suelo operaba mayoritariamente por la subdivisión de quintas o la utilización de superficies poco aptas, situación a menudo seguida por la compra o alquiler de alguna propiedad loteada.
Con la masificación de la ciudad, viejos y nuevos problemas se presentaron. Entre los primeros, la perpetua imposibilidad de gestionar un gobierno intercomunal coordinado y eficiente. Entre los segundos, junto a los reconocidos déficits en el transporte público y el paulatino deterioro de la calidad del aire (la palabra smog comienza a adquirir fuerza periodística desde mediados de la década del 50), se destacó la incapacidad de descomprimir la demanda popular por tierra urbana.

A pesar de que en agosto de 1953 (el mismo año en que se creó la Corporación de la Vivienda) se había instruido sobre un Plan Intercomunal que reemplazara al antiguo plan regulador de Karl Brunner y Roberto Humeres (que databa de 1934), sólo fue definitivamente aprobado en 1960.

Este nuevo Plan Intercomunal, motivado por la necesidad de “incorporar a la legislación pertinente toda la experiencia y el progreso de la ciencia actual” y que seguía la línea del inglés Patrick Abercombie y del brasileño Oscar Niemayer, incluía condiciones para la planificación de Santiago que sólo se cumplieron medianamente. Recién el 16 de diciembre de 1965 se crearía el Ministerio de Vivienda y Urbanismo para asumir en parte estas tareas.

Dos décadas más tarde, la realidad había tomado un curso desfavorable para millones de santiaguinos, a pesar de que el Campeonato Mundial de Fútbol de 1962 había significado algunas mejoras y se habían hecho alguna obras importantes como la avenida John Kennedy, a fines de los 60.

En los años 80, las calamidades se sucedieron casi sin respiro. Primero, fue la crecida y desborde del río Mapocho (1982 y 1986), luego el comienzo de la crisis ambiental (1984),y finalmente las secuelas materiales y psicológicas provocadas por el violento terremoto de marzo de 1985. Simultáneamente, se daban la desregulación del suelo urbano y la mencionada falta de planificación territorial.

La reacción no se hizo esperar. Diversas voces alertaron sobre la profundidad y la extensión del problema. La situación no daba pie a confusiones; Santiago estaba fracturándose. Para cualquier observador del proceso urbano, las alternativas eran claras. Atrás, en el pasado, yacían los restos de una animada convivencia citadina de tono interclasista donde la movilidad social era un dato cotidiano.

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Santiago había pasado de 952 mil habitantes en 1940 a un millón 350 en 1952. En 1960 había llegado a un millón 900 mil, para alcanzar tres millones 900 mil en 1982. Finalmente, en 1990 completaba los cuatro millones 800 mil habitantes. Junto a su población, crecía su extensión: de 6.500 hectáreas que tenía en 1930 había pasado a 38.296 en 1980, para llegar a más de 60.000 en la década del 90.

Se había intentado realizar varias ideas para hacer más confortable esta hacinada ciudad. En los años 60 , el gobierno del Presidente Jorge Alessandri formuló un Plan Nacional de Vivienda, incluido en un Plan Decenal de Desarrollo Económico que dejaba a la iniciativa privada la construcción de viviendas e innovaba con el concepto de autoconstrucción . Posteriormente, el Presidente Eduardo Frei Montalva agregó otras soluciones, incorporando la salud y la educación como concepto global al problema de la vida en la ciudad. Así, el 7 de agosto de 1968 se creó la Ley de Juntas de Vecinos y demás organizaciones comunitarias, y de la Consejería de Desarrollo de Promoción Popular. También nacieron los programas de Operación Sitio, de Ahorro Popular, y otros más orientados a que los pobladores crearan sus propias empresas de materiales de construcción.

Sin embargo, a pesar de todos estos esfuerzos, 1973 encontró a unas 500 mil personas viviendo en campamentos, con 272 de éstos rodeando Santiago. La política de vivienda del Presidente Salvador Allende había creado un Plan de Emergencia que tomaba en cuenta la realidad de estos campamentos ilegales, llegando a entregar un promedio de 52.000 viviendas anuales. Estos campamentos fueron sentidos por una parte de los santiaguinos como una clara amenaza de su seguridad, y su existencia formó parte de los argumentos para la intervención militar posterior.

La política imperante durante el gobierno militar fue concentrarse en obras de equipamiento y obras públicas que apoyaran “un desarrollo urbano liberado”. Sin embargo, en 1985 el gobierno restableció las regulaciones urbanas explícitas, reconociendo una participación más activa de la comunidad. También se tomó la decisión de densificar la ciudad más que extenderla.

Un elemento importante de adelanto urbano durante el gobierno militar fue la completación de las líneas 1 y 2 del Metro de Santiago. Los estudios habían comenzado en 1965, y las obras en mayo de 1969. En septiembre de 1975 se inauguró la Línea 1, y en 1980 la 2. También se terminaron las vías de circunvalación, ciertos nudos viales, y calles peatonales como el Paseo Huérfanos y el Paseo Ahumada. Se recuperaron edificios históricos para el patrimonio nacional, se despejaron de publicidad visual calles que estaban saturadas, y se levantaron algunas construcciones simbólicas, como la llamada Llama de la Libertad en la remodelación de la Plaza Bulnes. Por otra parte, el 27 de enero de 1994 comenzaron las obras de la línea 5, las que concluyeron el tramo planificado hasta entonces -que unía la comuna de La Florida con la Plaza Baquedano- en abril de 1997. Posteriormente, se decidió proseguirla hasta la Estación Santa Ana, cruzando la comuna de Santiago y uniéndola con la línea 2 sobre la Ruta 5; este tramo está en plena construcción y será entregado al uso el año 2000.

Restablecida la convivencia democrática, los años más recientes han traído otras señales. Pese a los problemas acumulados, tienen un lugar relevante en este cuadro los proyectos de renovación, concluidos o en desarrollo, llevados adelante por la Municipalidad de Santiago. Las iniciativas de repoblar la comuna y fortalecer sus barrios se destacan por su metodología participativa y su intención de recuperar para la ciudad y sus habitantes, su patrimonio histórico.

Así, luego de décadas convulsionadas, la dinámica urbana no pierde su sentido original y arcano; el destino de la ciudad y de sus barrios es propiedad de sus habitantes.

Entre dos utopías urbanas


Santiago del Nuevo Extremo, como todas las ciudades nacidas el calor de la conquista española, fue erigida como producto de un sueño. Se alojó, antes que sobre la materialidad del terreno, en la fantasía del papel y de los reglamentos provenientes de la metrópoli. Las utopías urbanísticas del Renacimiento (especialmente la utopía de Tomas Moro, de 1516) encontraron su ocasión dorada en este Nuevo Mundo que permitía a los europeos proyectar su recién entrenada modernidad. Contra lo que se suele creer, las emergentes ciudades coloniales constituían la vanguardia del pensamiento racional, la punta de lanza del clasicismo que resurgía en las cortes europeas. Paradójicamente, en la América de naturaleza excesiva se ensayaba el modelo urbano que los humanistas del Viejo Mundo estaban promoviendo.

Más de un siglo antes, en 1420, habían sido descubierto los escritos de Vitrubio, en gran arquitecto del tiempo de Augusto. Sus paginas propiciaron un replanteamiento profundo del urbanismo del Quattrocento. La exigua respuesta que el padre de la arquitectura occidental obtuvo, según parece, entre sus contemporáneos, fue compensada por el culto casi idolátrico que le profesaron los renacentistas. Estos, apoyándose en las teorías del maestro, aprendieron a concebir la ciudad como plasmación de una idea previa. Según Vitrubio, existía la ciudad ideal, orgánicamente diseñada, con la lógica inflexible de un cuerpo o de una maquina. La ciudad, como diría Leonardo de la pintura, era cosa "mentable". No estaba abandonada al arbitrio. Aparecía, así, un estilo de urbanismo internacional "avant la lettre" que pretendía conformar una ciencia, si no exacta, al menos estricta.

Los humanistas vendieron con entusiasmo esta visión a unos príncipes devorados por la fiebre constructora. A la España de los Reyes Católicos y de Carlos V llegaron las vibraciones de la nueva época, y América sirvió de semillero de unos revolucionarios conceptos, que tan útiles eran en esos años desbordantes de la Conquista. En seguida los conceptos, transformados en ordenanzas, operaron como un arma política formidable.

Santiago tuvo, pues, su hora cero en que de la tinta pasó a la realidad. Su trazo y su destino se fraguaron en la mente de los burócratas peninsulares que ganaban su sueldo controlando meticulosamente a los alucinados aventureros del otro lado del Atlántico. Había que imponer orden, claridad. Había que teledirigir sin contemplaciones los espacios ganados para el imperio. La racionalidad era la norma. Con este objetivo, se apeló al seguro recurso de la cuadrícula como módulo básico para definir los ámbitos urbanos. La cuadra (insula, como la llamaban los romanos) se fue reproduciendo "a cordel y regla" hasta formar cientos de clónicas ciudades-damero a lo largo de todo el continente. Santiago fue una de ellas. La sucesión de edificios bajos, el ritmo cadencioso de las calles repetidas a distancia fija, provocaban en el paseante un hipnótico vértigo horizontal. Era la mejor metáfora de la existencia rutinaria y algo somnolienta de los largos años de la Colonia.

Las diferencias entre los nuevos poblados las proporcionaban el paisaje y la meteorología. Y en este punto la ciudad fundada por Pedro de Valdivia era privilegiada. Se asentaba al pie de la ineluctable hierofanía de los Andes. Gozaba de la sucesión armoniosa de cuatro equilibradas estaciones. Los pequeños cerros interiores servían de mirador y atalaya. Había vegetación variada, posibilidad suburbana de frutos agrícolas. Solo el temperamental río Mapocho, cuyo caudal oscilaba entre la rabia y la desgana, ponía una nota maníaco-depresiva a un perfil urbano tan insoportablemente ecuánime. También estaban los temblores, que otorgaban un margen de azar y de tragedia.

Durante siglos, la crónica menuda de Santiago se deslizó a través de la monotonía de sus acequias y sus desnudas calles, dio vueltas de noria en torno a la provinciana Plaza de Armas. En derredor de este perfecto cuadrilátero sin edificaciones, tutelado por todas las sedes del poder, las casillas del damero se reproducían trabajosamente.

En 1818 aquel polvoriento poblachón recién convertido en capital no llegaba a albergar cincuenta mil almas. Después de la Independencia, el perímetro fundacional trazado por la Cañada, el Mapocho y el cerro Santa Lucía se fue extendiendo por el flanco abierto del poniente, y también se fueron ensanchando los límites por el norte y por el sur; vadeando el río y trasponiendo la Alameda de las Delicias. El crecimiento por el oriente fue el último que prendió en la ciudad, aunque iba a ser el más poderoso.

Desde 1891 la expansión fue tal que se crearon sucesivamente las nuevas comunas de Ñuñoa, San Miguel, Maipú, Renca, Providencia, Las Condes, Quinta Normal. Con la ley de Autonomía Municipal promulgada aquel año, los nuevos concejos pudieron ofrecer terrenos en condiciones favorables para atraer a los vecinos de la capital. Eran espacios netamente residenciales, que respondían a los requerimientos de los distintos niveles socioeconómicos. Rodeaban a Santiago, que se afirmaba como centro neurálgico y punto obligado de referencia para acceder a servicios administrativos, financieros, comerciales, docentes y recreativos.

La burguesía recién enriquecida construyó allí sus nuevas mansiones con arquitectura y mobiliario europeos, y dotó a su capital de edificios simbólicos de prestigio, como el Congreso, la Biblioteca Nacional, el Palacio de Tribunales, el Club Hípico. Se levantaron los nuevos barrios de La Bolsa, Brasil, París-Londres, Villavicencio, los pasajes comerciales del centro. No faltaron los pastiches parisinos del Petit- Palais y el Sacré-Coeur (Bellas Artes e Iglesia de los Sacramentinos), e incluso la curiosidad de una Alhambra de bolsillo. Santiago, manteniendo el trazado motriz de la cuadrícula, quedo impregnado por una feliz babel de estilos arquitectónicos que florecieron, sobre todo, en la entonces prospera zona poniente. Había argumentos para creer que el grueso de la aristocracia nacional había decidido asentarse sólidamente en la comuna.

La estampida silenciosa
La Ciudad soñadora
De nuevo en la Ciudad
El Repoblamiento y sus estímulos
Fuente: "Santiago Plaza Capital"

Autor: Rafael Otano Garde


La estampida silenciosa


Pero entre los años 30 y 40 de esta centuria comenzó a producirse una silenciosa estampida de las clases acomodadas, que se desplazaban en dirección a la Cordillera. Las familias de sociedad abandonaban sus elegantes residencias de los barrios Brasil, Ejército, Dieciocho... Desertaban de sus antiguos rincones de infancia y de la entrañable Europa criolla que ellos mismos habían creado. Las siguieron gentes de sectores medios contagiadas por el mismo virus cordillerano. Decían adiós a un estilo de convivencia entre frívolo y patriarcal, a una vida de austeros patios interiores y de festivas calles compartidas. Bajo el reclamo de la exclusividad e imitando el ejemplo de los inmigrantes extranjeros (ingleses y alemanes, principalmente), buscaban espacios al aire libre, los placeres bucólicos de la ciudad-jardín. El Gran Santiago estalló a ritmo acelerado en todas direcciones, creció olvidándose de sí mismo, huyendo en continua mudanza de su historia más profunda. Se prefiguraba una ciudad discriminante e invertebrada, tal como ha llegado a ser.

Mientras tanto, la comuna-capital, con una tendencia contraria a la predominante en la exitosa periferia, experimentada una pérdida de vecinos. Si al comenzar la década del 30 superaba el medio millón de habitante, en el año 1940 la población descendía a cuatrocientos cuarenta mil, en el 52 había bajado a cuatrocientos treinta mil, y en el 60 a cuatrocientos mil. La caída vertiginosa aconteció entre 1960 y 1982, cuando Santiago se hundió en los doscientos treinta mil habitantes. La comuna-capital, como otros centros capitales del mundo, disminuía su población.

Este dramático declive demográfico fue inevitable acompañado por un descalabro urbanístico. El despoblamiento de la comuna se manifestó en el descuido de los espacios comunitarios y en la invasión de misceláneos negocios que rompían la armonía de la vía pública. Numerosas mansiones señoriales fueron divididas y subarrendadas, o dedicadas a talleres y bodegas. Fachadas, veredas y plazas de muchas partes de la ciudad sufrieron las consecuencias de la masiva deserción de sus primitivos usuarios. La inversión se congeló (se concentró, sobre todo, en la dinámica zona oriente), barrios enteros fueron abandonados a su suerte y abundaron los sitios eriazos. Los residentes que quedaron (y quedan) son, en general, personas de bajos recursos que han tenido que acomodarse a un entorno habitacional degradado. Escritores del Santiago profundo, como José Donoso, Jorge Edwards o Isabel Allende, han retratado el apogeo y la crisis de las casas de sus abuelos. Esos inmuebles encantados son lugares proclives al delirio, los restos de un naufragio que ha nutrido el realismo mágico propio de Chile.

El dramaturgo Egon Wolff describe así la casa-escenario de su obra teatral "Fue en su tiempo, a comienzos de siglo, una buena propiedad de promisorio barrio de arrabal residencial. Los antojos urbanísticos desviaron, sin embargo, el cauce del crecimiento de la ciudad, y lo que prometió ser el refugio de una pudiente burguesía es hoy tan sólo un rincón de adobe y polvo que resiste difícilmente el abandono de la civilización".
Es la voz de la nostalgia, de un trauma que por dos generaciones acongojó a las clases dirigentes santiaguinas. Ellas mismas convirtieron sus espacios de gloria en parajes fantasmas, en los cuales se cebó la indolencia.

En un artículo de 1963 sobre Santiago, Joaquín Edwards Bello, el más ácido cronista de la ciudad, arremetía contra la lacra de lo que él llamaba el "imbunchismo", "esas fuerzas secretas enemigas de la hermosura". Ponía ejemplos de su maléfica acción: "Así", dice, "pasó con la Pérgola de las Flores de la Plaza San Francisco. Esa joya fue mutilada y conducida al lugar más feo de Santiago. Nuestro cerro Santa Lucia es otro monumento hermoso acechado por el imbunchismo. Poco a poco lo desnaturalizan.... La Casa Colorada, el llamado Palacio Arzobispal, el Pasaje Edwards, las estaciones Central y Mapocho, han visto sepultar sus fachadas bajo kilos de avisos, de pinturas diversas, de telones comerciales de pésimo gusto".

Edwards Bello, amante burlado del Santiago de la primera mitad de siglo, hablaba desde el recuerdo de una ciudad que se le esfumaba y que ya no podía reconocer como suya, El, a pesar de todo, no capituló y siguió viviendo en la envejecida zona, antes aristocrática, del Poniente, hasta su muerte acaecida en 1968.

Santiago Centro adquirió muy mala prensa. Se afianzó la opinión de que la capital era un lugar feo, ruidoso, contaminado e inseguro. Se lo consideraba el receptáculo de lo decadente, de lo pasado de moda, del mal gusto. Vivir en sus calles no proporcionaba ningún prestigio social y muchos pequeños funcionarios preferían sufrir incómodos traslados de una hora -mañana y tarde- antes que instalarse en alguna vivienda del centro, cerca de su pupitre de trabajo. Los empresarios que estaban construyendo frenéticamente en las demás comunas se sentían dichosos de esta mala fama que tantos beneficios les reportaba. Se cayó en la caricatura: el río Mapocho fue asociado con la suciedad, el cerro Santa Lucía con la violación y el hurto, la Quinta Normal con la marginación y la pobreza. Los viejos clanes hacían circular profecías autocumplidas, proyectaban la mala conciencia que les causaba la infidelidad a sus raíces. Un muro de prejuicios se había levantado a las puertas invisibles de Santiago. Iba a ser muy difícil derribarlo.

La estampida silenciosa
La Ciudad soñadora
De nuevo en la Ciudad
El Repoblamiento y sus estímulos


La Ciudad soñadora


A pesar de este panorama tan poco auspicioso, la capital disfruto de un largo momento de gloria como ciudad soñadora, vinosa y abierta a los goces mundanos de la cultura. Fue en los decenios del 40 al 70, golpeados por la desmesura, cuando las gentes de dinero partieron con sus bibliotecas, sus baúles coloniales, sus platerías inglesas y sus jarrones chinos; el vacío espiritual fue llenado por una vibrante explosión de la literatura, el arte, el periodismo y otras disciplinas poco lucrativas. La Universidad de Chile, desde su solemne arquitectura decimonónica, era la institución más acreditada del país y aparecía como un fomento de actividad intelectual proyectada hacia toda América Latina y como un antídoto a tanta desmemoria. La Universidad Católica había ganado también gran prestigio. Eran años inquietos, y muchos políticos, académicos y artistas nacionales y extranjeros arribaban ilusionados a la capital.

Surgió un cierto fervor noctámbulo y bohemio. Locales como el Café Iris, El Bosco, El Pollo Dorado, nutrían de anécdotas y de saludables odios literarios las agitadas sobremesas. El grupo La Mandrágora, capitaneado por Braulio Arenas, perpetraba sus atentados surrealistas contra el Parnaso Oficial, comenzando por Neruda y su cohorte. Nicanor Parra publicaba en la vitrina del restaurante El Naturista sus críticas-quebrantahuesos. La "Generación del 50" invadía el Parque Forestal desde el Palacio de Bellas Artes. Allí se concentraba Luis Oyarzún, José Donoso, Enrique Lihn, Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, Claudio Giaconi, Alejandro Jodorowsky... En torno a librerías, teatros universitarios y amplias salas de cine recién construidas se agrupaba un bullicioso mundo cultural que animaba los lugares públicos, convirtiéndolos en una tentación para el ocio, el encuentro y el debate. Hubo tertulias envenenadas, famosas apuestas, crímenes poético-pasionales. Aquella "troupe" heterogénea se divertía con sus propias representaciones al aire libre. fueron los felices años locos de Santiago.

La adrenalina política anegó la vida del final de los 60 y del comienzo de los 70. Los muros de la ciudad sirvieron de soporte a la expresión de las más coloristas utopías del momento, hasta el reventón de septiembre de 1973.

La estampida silenciosa
La Ciudad soñadora
De nuevo en la Ciudad
El Repoblamiento y sus estímulos


De nuevo en la Ciudad


La historia y la intrahistoria capitalina sufrieron entonces un radical viraje. Después del Golpe Militar; los "graffiti" fueron borrados; se abolió la noche por decreto; las expresiones ciudadanas fueron apagadas; el toque de queda y la ausencia de barbas díscolas imprimieron a la sociedad un aspecto castrense: Santiago se hizo tan previsible como las páginas de un silabario. Paralelamente, los empresarios no encontraban motivos para construir en una capital exánime.

El gobierno militar; fiel a su doctrina económica, liberó el crecimiento urbano y las edificaciones treparon alegremente por Providencia, El Golf, La Reina, Las Condes, Vitacura (lo hacían también por Maipú y La Florida), hasta toparse de bruces con la Cordillera. A estas alturas, la metrópoli poseía un cuerpo de gigante y una cabeza de enano. Sin la referencia a un centro bien cohesionado, la gran ciudad perdía articulación y sentido.

En el fervor de la expansión general, no se afrontaron a fondo los problemas de la comuna. Se realizaron algunas importantes intervenciones puntuales, como la peatonalización de Huérfanos, Ahumada y Tenderini; el arreglo de parte de la ribera sur del Mapocho; la recuperación de la Casa Colorada, el Museo de Arte Precolombino en el antiguo recinto de la Real Aduana, y de otros monumentos arquitectónicos; la restauración de la Plaza Mulato Gil; la construcción de algunas torres cercanas a la Plaza de la Constitución y al cerro Santa Lucía.

El terremoto de marzo de 1985 evidenció el deterioro de los barrios más antiguos y se creó la Corporación para el Desarrollo de Santiago, institución de derecho privado cuya finalidad era revitalizar la comuna después del desastre. La Corporación es presidida por el alcalde y reúne a representantes de universidades, empresas, entidades financieras, asociaciones de vecinos. Es un instrumento esencial para la Municipalidad, y en los últimos años del gobierno militar fue todavía poco utilizada. De hecho, los efectos del terremoto quedaron como una enorme cicatriz sobre la piel de adobe de cientos de modestas casas de principios de siglo.

Durante esta etapa de decadencia casi terminal, algunos escritores jóvenes hicieron de Santiago el escenario de desgarradas novelas. Relatos como "Santiago cero" de Carlos Franz, "El infiltrado" de Jaime Collyer, "La secreta guerra santa de Santiago de Chile" de Marco Antonio de la Parra, "Santiago, cita capital" de Guadalupe Santa Cruz, "Amanece que no es poco" de Mili Rodríguez, se pasearon por la sonámbula capital de los años 70 y 80, midieron el alcance de su desamparo. La presentaban como una trampa tendida por fuerzas secretas y malignas. La vejación sistemática de un territorio tan querido es expresada por el protagonista de la novela "Natalia" de Pablo Azócar; con una amargura mucho más dolorosa que la de Edwards Bello tres décadas antes: "Santiago", escribe Azócar "tenía la peculiar vocación de ultrajarse a sí misma. Se diría que la ciudad se empecinaba en detectar los resabios que le quedaban de belleza para pisotearse precisamente ahí. La oscuridad de sus actores nos tenían sin cuidado".

La reinstalación de la democracia en Chile, desde marzo de 1990, devolvió a Santiago algo de su espíritu. Ante todo, su nombre reapareció en el mapa político, académico y cultural del mundo. Numerosos conciertos, congresos, exposiciones, ferias, torneos, seminarios y visitas de Estado daban cuenta del retorno de la capital chilena al circuito internacional de los eventos y debates.

La estampida silenciosa
La Ciudad soñadora
De nuevo en la Ciudad
El Repoblamiento y sus estímulos



El Repoblamiento y sus estímulos

Desde la Municipalidad, se diseño un plan de desarrollo urbano a fin de repoblar y reanimar la comuna. Para llevarlo a cabo se estimuló la participación ciudadana mediante la convocatoria de cabildos abiertos y la creación de los Comité de Adelantos por barrios, que han resultado instrumentos muy eficaces para financiar y mejorar los proyectos. Es el estilo de la reciente democracia vecinal, que promueve la vinculación del municipio con la comunidad.

Se pinto de variados colores pastel la Alameda, en una operación con que se pretendía dar una señal hacia una ciudad más alegre y acogedora. Se dignificaron con objetos de arte algunas plazas, destacando los fantasiosos juegos infantiles de la Plaza Brasil, obra de la escultora Federica Matta. Se arregló y equipo el setenta por ciento de los quinientos treinta y seis pasajes y cités de la comuna, que se encontraban en condiciones muy precarias de habitabilidad. Se ha regulado el comercio ambulante con soluciones urbanísticas aceptables, como las Plazas Techadas del Persa Bío-Bío.

Pero la preocupación municipal primaria ha sido el vaciamiento de la comuna, que suponía un derroche y un peligro. Contra eso acometió, desde el mismo año 90, un proyecto de repoblamiento que se perfila como un gran desafío para más allá del 2000. Por lo pronto, el total de habitantes comenzó a crecer desde el año 92 y la escalada de la cifras de permisos de construcción de vivienda ha sido notable: subió de 14.734.- metros cuadrados de 1990 a 339.204.- en 1995, distribuidos estos últimos entre cincuenta y nueve proyectos habitacionales de 5.749 metros cuadrados promedio cada uno. Entre los empresarios ya se ha afianzado la certeza de que la comuna tiene futuro y de que es alta la rentabilidad de sus viviendas. La Corporación para el Desarrollo de Santiago ha tenido gran protagonismo en estas iniciativas y en la creación del nuevo espíritu.
Se perfila para diez años más una comuna de unos trescientos cincuenta mil habitantes, cuantificada en sus servicios y revalorizada como ciudad y como capital. El Plan indicativo de 1996 pretende imprimir magia al damero algo inerte, organizando mejor los espacios, armonizando la función residencial en una comuna de barrios con las actividades productivas, comerciales y sociales existentes donde las personas sean las principales protagonistas.

Para atraer a las familias de clase media cuyos lugares de trabajo o de formación se encuentran cercanos, se han realizado importantes obras de remodelación urbana. A través de estudios previos, se comprendió que los mejoramientos había que efectuarlos por barrios, que son unidades más próximas y sentidas por lo actuales o potenciales vecinos. Así, se ha llevado a cabo, entre otras, la remodelación del barrio París-Londres, uno de los espacios más bellos de la comuna, construido en la década del 20. El barrio de Concha y Toro fue objeto de una autentica refundación, según apuntó su Comité de adelanto. Respecto al señorial barrio República que se extiende en torno a la avenida del mismo nombre, se ha afirmado su carácter peatonal, dado el sesgo universitario que ha adquirido toda esa zona. Se está trabajando también en la recuperación del Santiago Norponiente, entre el nuevo Parque de los Reyes (continuación del Forestal) y la Alameda, hasta llegar a Matucana. Este espacio urbano, tan olvidado durante decenios, vive una especial reactivación. Allí, por ejemplo, se realizó el proyecto "Nuevo Santiago", en torno al Centro Cultural Estación Mapocho, con dos torres en la ubicación de la antigua Cárcel Pública.

Estas son algunas de las intervenciones más importantes. Pero más allá de esta necesaria renovación y repoblación, se está buscando para Santiago, como hacen las ciudades modernas, algunas señas de identidad respecto a sus pares de otros países. En ese sentido, se proyecta convertir la capital de Chile en un gran centro de servicios financieros, en conjunto con Buenos Aires, Sao Paulo y Lima. El sostenido crecimiento económico del país, el prestigio de los empresarios chilenos por su seriedad en los negocios, le otorgan la posibilidad de desempeñar el rol de importante sede financiera de América Latina.

Pero no hay que olvidar el prestigio académico, intelectual y artístico acumulado por Santiago en este siglo. Sería una gran perdida dejar a un lado esa tradición que todavía se aloja en la memoria colectiva, tanto de Chile como del exterior: Junto a una "rive droite" en torno al elegante edificio de la bolsa y de los grandes centros bancarios, se debe fomentar también la vitalidad de la "rive gauche" en derredor de las universidades y los numerosos centros de estudio. Son el hemisferio izquierdo y derecho del cerebro, el ánimus y el ánima de nuestra ciudad, la "City" y el Campus del futuro.

Una utopía racionalista y autoritaria fundó a Santiago del Nuevo Extremo en el siglo XVI. Ahora se precisa otra utopía, visionaria, humanista y participativa, para el siglo XXI. Las iniciativas públicas y privadas que se están realizando constituyen una promisoria plataforma. Además, se van uniendo las ideas de la comunidad a los planes de los técnicos. Esa es la formula necesaria porque la ciudad es una creación colectiva, y porque los ciudadanos a veces tienen motivos que los urbanistas no pueden comprender.
Escudo de Armas

No en vano Santiago del Nuevo Extremo era una ciudad fundada por españoles. No podía permanecer como una aldehuela cualquiera o como una simple ciudad de hecho. Necesitaba honores, títulos, blasones, en armonía con su importancia y con el rango de Gobernador que el Cabildo había dado a don Pedro de Valdivia y confirmado ya por el Virrey.

El 25 de octubre de 1550, el Cabildo de Santiago comisiono a Alonso de Aguilera para que obtuviera es España los honores anhelados. Dos cosas debía pedir especialmente: que se diera a Santiago titulo de ciudad y que se le otorgara escudo de armas.

Tuvo éxito Aguilera en sus gestiones. El 12 de febrero de 1552 se concedió el título de ciudad, agregándose en la resolución que “adelante se tendrá memoria de la honra”.

El escudo de armas fue concedido por el Emperador Carlos V el 5 de abril del mismo año 1552, por medio de la siguiente cédula: “por cuanto Alonso de Aguilera, Procurador General de las provincias de Chile, en nombre de la ciudad de Santiago, que es en las dichas provincias nos ha hecho relación que los vecinos y moradores de dicha ciudad nos han servido mucho en la conquista y pacificación de aquella tierra donde pasaron muchos trabajos en ella y en poblar la dicha ciudad y en sustentarla; Que los pobladores de ella son gente honrada y leales vasallos nuestros; y nos suplicó que en dicho nombre, que acatando lo susodicho mandásemos señales por armas a la dicha ciudad, según como las tenían las otras ciudades y villas de las nuestra Indias o como nuestra merced fuese; Y Nos, acatando los susodicho, tuvimoslo por bien, y por la presente hacemos merced, queremos y mandamos que agora y de aquí adelante la dicha ciudad de Santiago haya y tenga por sus armas conocidas un escudo que haya en él un león de su color, con su espada desnuda en la mano en campo de plata y por orla 8 veneras de oro en campo azul, según que aquí va pintado y figurado, en un escudo a tal como este; Las cuales dichas armas damos a la dicha ciudad con sus armas e divisas”.

Tal escudo fue usado por la ciudad por muchos años. Pero termino por olvidarse; y siglo es después, alrededor de 1863, sé adopto arbitrariamente un nuevo escudo, sin significación heráldica alguna, en la cual se veía un grupo de montañas como todo fondo y una franja con la leyenda “Mapocho”. En 1913, afortunadamente, se volvió al escudo autentico que es usado hasta hoy.
http://www.municipalidaddesantiago.cl

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